Además de su imponente apariencia, la mantis se enfrenta siempre a sus enemigos con valor y dignidad, sin importarle morir en el intento. Sus posturas amenazantes e inverosímiles han inspirado técnicas milenarias de lucha, y su típica posición con las patas delanteras elevadas y plegadas -que nos recuerda una posición “de oración”- le ha hecho merecedora del nombre “mantis religiosa”, o “praying mantis” en inglés, aunque también se le conoce como “santateresa” o “campamocha”.
Al cazar, lo hacen con tal velocidad que nuestro ojo es incapaz de percibir su movimiento, y ésta sin duda es el resultado de una larga evolución, cuyo origen data de hace unos 50 millones de años. Un esqueleto como armadura, una boca compuesta de muchas piezas, pero sobre todo unos enormes ojos bulbosos montados sobre una cabeza triangular capaz de girar 180 grados sobre si misma. Sus singulares características las han hecho objeto de temor por antiguas culturas: los griegos asociaban a las mantis con Casandra la “profetisa de las catástrofes”, y el mismísimo Aristóteles las consideraba criaturas del inframundo, capaces de hipnotizar a las personas. Para los egipcios eran objeto de culto y adoración: las momificaban y las colocaban en minúsculos sarcófagos para acompañar a los muertos, transmitiéndoles su coraje y ayudándoles a enfrentar sus temores en el más allá.
Se dice que la hembra devora al macho mientras se aparean, arrancándole la cabeza. Si bien esto es verdad, la hembra decidirá si se come o no al macho dependiendo de cuánta hambre tiene ésta, perdonándole la vida si se siente saciada. La mantis no es tan cruel ni tan extravagante como lo es el ser humano. Por lo que la próxima vez que se encuentre una, admírela no por su labor, sino por lo que es: ¡Un insecto de otro mundo!
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